Por pura gracia divina, el Espíritu Santo me trajo un día a esta Iglesia de Málaga para vivir el Evangelio con vosotros y para trasmitirlo, con el fin de “perpetuar la obra de Cristo, Pastor Supremo”.
A lo largo de casi dieciséis años, os he visitado para conocer de cerca a cada uno de vosotros, para celebrar juntos los misterios de la fe, para alentar vuestros trabajos evangelizadores y para profundizar en la comunión eclesial. Han sido años muy intensos, durante los que hemos vivido y hemos trabajado juntos.
Hoy, mi visita es algo diferente. Vengo a dar gracias a Dios por vosotros y con vosotros, porque ha llegado la hora de mi relevo. Y a pedi r perdón de lo que haya hecho mal por comisión o por omisión.
Seguramente me he equivocado algunas veces, pero siempre, desde mis deseos de cumplir la voluntad de Dios y desde mis esfuerzos por conocer cuál era esa voluntad.
Y como estamos celebrando el Año Paulino, me voy a permitir tomar prestadas las palabras que pronunció el Apóstol cuando, al final de sus viajes misioneros, sintió la necesidad de dejar algo así como un testamento espiritual.
“Desde Mileto, dice Lucas en el libro de Los Hechos, mandó buscar a los responsables de la Iglesia de Éfeso. Cuando llegaron, les dijo: ‘Vosotros sabéis cómo me he comportado con vosotros todo el tiempo desde el primer día de mi llegada a la provincia de Asia. He servido al Señor con toda humildad y con lágrimas (…), y no he omitido nada de cuanto os podía ser útil. Os he dado avisos y enseñanzas en público y en privado, he tratado de convencer a judíos y griegos para que se convirtieran a Dios y creyeran en Jesús, nuestro Señor” (Hch 20, 17-21).
Guardando las evidentes distancias, puedo decir que esa ha sido la clave de mi tarea pastoral entre vosotros: servir al Señor con humildad y hacer cuanto el Espíritu me decía que podía ser útil para nuestra conversión y para acrecentar nuestra fe en Jesucristo. Como un eslabón más en la cadena de sucesores de los Apóstoles para la Iglesia de Málaga, os he dado todos los avisos y enseñanzas que consideraba necesarios.
A diferencia de San Pablo, que tenía que seguir el camino que le indicaba el Espíritu, yo me quedo entre vosotros y confío en que nos veamos muchas veces. Pero cambia el ministerio que he desempeñado, pues ahora voy a desarrollar esa dimensión que señalaba San Agustín, al decir que “para vosotros soy Obispo y con vosotros soy cristiano”. Ya he dejado de ser vuestro Obispo y ahora sigo siendo un cristiano más, vuestro hermano.
Como he llegado a la edad en que madura esa rica cosecha que son los frutos del Espíritu, me dedicaré más a la oración y al estudio, a la contemplación y al silencio, pero siempre encontraré tiempo para cumplir las tareas que me encomiende nuestro Obispo, D. Jesús, y para prestar algún sencillo servicio pastoral mientras Dios me dé energías.
Pues aunque cambio de ministerio, soy consciente de que los cristianos y los sacerdotes no nos jubilamos nunca en lo referente a la misión de evangelizar.
Además de dar las gracias a Dios y a todos vosotros, deseo dejar también alguna reflexión que os pueda ser útil. En primer lugar, la constatación de que la situación en que vivimos nosotros no es más difícil de la que se encontró san Pablo, y el Evangelio tiene la vitalidad necesaria para abrir caminos en la cultura postmoderna, como los abrió en el tiempo del imperio romano. La Palabra, Jesucristo, sigue viva, y nos necesita para llegar al corazón de nuestros hermanos. Espera de cada uno que la dejemos instalarse en nuestro espíritu y que la proclamemos con la alegría de quien encontró el mejor de los tesoros.
Mi segunda reflexión es que profundicéis en la oración. De manera especial, en la Eucaristía, fuente y cumbre de la misión evangelizadora. Releed con frecuencia lo que nos decía san Juan de Ávila sobre la manera de prepararnos para celebrarla, cosa que sirve para sacerdotes y para seglares; y cuanto ha dicho el Concilio sobre la importancia de interiorizar la Palabra de Dios y de repartir a los hermanos el pan de la Palabra. Unos, desde la sagrada cátedra; y otros, en el calor entrañable del hogar y en los diversos ministerios eclesiales.
Y junto con la oración eucarística, profundizad en la oración personal, para vivir en la presencia de Dios las vicisitudes de cada día. Como he dicho y escrito en muchas ocasiones, nuestras comunidades cristianas tienen que seguir siendo escuelas de oración, porque donde la oración calla, la voz de Dios no se oye.
Finalmente, repito lo que dije al hacerse público el nombramiento de nuestro Obispo: “Pienso que os conozco lo suficiente para saber que vais a acoger a mi sucesor, Mon. Jesús E. Catalá Ibáñez, hasta ahora Obispo de Alcalá de Henares, con esperanza, con alegría y con gratitud. Debido a sus grandes dotes humanas y a su preparación pastoral y teológica, ha sido designado para que os presida en la caridad. Como sabéis, la misión del Obispo se centra en tres tareas de un contenido muy rico: enseñar, santificar y gobernar. A eso viene, a ser vuestro servidor en las cuestiones del Reino”.
Y ahora vamos a dar gracias a Dios por su venida, y vamos a rogar que le dé fortaleza en su nueva misión.
Antonio Dorado Soto
( Revista Diócesis 27/11/2008 )